28 de Septiembre 2005

Desatendidos

Estoy de baja y puedo ver algo de televisión. Anoche en “Documentos TV” emitían un reportaje sobre la adicción al cibersexo. El documental ponía algunos casos extremos como ejemplo. (Poner los extremos como ejemplo de algo es un vicio muy común para describir la realidad, y así estamos de enterados…).
Como casi siempre, el reportaje trataba el fenómeno de internet de una manera efectista y suspicaz. Que antiguos…
A medida que los protagonista describían su proceso de ciberdestrucción , me pareció advertir que el fundamento de su degradación no era ni internet ni por supuesto el sexo, sino la soledad y la desorientación. Me pareció que si internet no existiera y esas personas sí, habría más clientela en los bingos, en las cabinas de las sex shops o en los supermercados de 24 horas.
Una mujer apuntalaba mi tesis con su testimonio. Le parecía fabuloso que alguien de un chat de sexo le hubiera enviado un ramo de flores, algo que nunca hizo su ex marido.
Cuántas palabras soeces habría tenido que escribir, cuando centímetros de pene se había tenido que creer, cuantas masturbaciones tristes había tenido que contemplar para conseguir un cándido ramo de flores, el mismo que nunca consiguió durante algunos años de matrimonio. A partir de ahí se pierde el punto de retorno, cuando se instala en el cerebro el mecanismo de compensación que es denominador común en todas las adicciones, químicas o no.
Los seres humanos parecemos tener una cuenta siempre pendiente con el cariño y cada cual la salda como puede.
Me llama la atención la poderosísima importancia que en las últimas décadas se le otorga al sexo. Para algunos es remedio de todos los males, para otros la causa de todos los inconvenientes. Cuando la moral ya poco puede hacer contra el sexo lo hace la histeria.
A veces escucho a mujeres y a hombres, aparentemente dependientes, que se enganchan a tal o cual “pareja” que les manipula, que sólo buscan el contacto físico pero sin dar nada a cambio.
Y yo pestañeo y muevo un poco la cabeza. Algún dato se nos ha torcido en el análisis.
Me parece que lo de “físico” sobra, pongamos sólo contacto. Creo que esos manipuladores buscan atención. Esos que no cogen el teléfono o no llaman, quieren en el fondo que suene el teléfono para no cogerlo o sentir como pasan las horas sabiendo que alguien espera su llamada. Han interactuado con la realidad para situarse en una posición de importancia, cosa mucho más difícil de conseguir que unos cuantos polvos, (no seamos mojigatos…) Entonces, es posible que en el cerebro, la dopamina haga de las suyas, y lo malo es que después de eso, el cerebro suele pedir más. También ellos son dependientes, lo son de las dependencias que causan a los demás.
Cualquier niño, de cualquier cultura, prefiere se castigado, incluso físicamente, a ser ignorado. Prefieren un tortazo a ser desatendidos por sus padres o cuidadores. Eso dicen los expertos en psicología evolutiva. Detrás de un niño travieso puede haber un niño pidiendo atención. Dentro de un adulto manipulador u obsesivamente dependiente puede haber un niño saldando cuentas a su manera.
Es un problema de difícil solución pero la tiene. La tiene con el requisito indispensable de llamar al problema por su nombre.
“¿Por qué le llaman sexo cuando quieren decir…..?


Escrito por La caminante a las 1:02 PM | Comentarios (12) | TrackBack

25 de Septiembre 2005

Septiembre

Nací en septiembre.
Y quizás por eso me enamoré de septiembre.
Tiene una luz particular, al menos aquí el sur, donde vivo.
Septiembre es como si dejara de existir el aire.
Si miras por la ventana en septiembre, el aire ha desaparecido y sólo existen las cosas.
Entonces la luz se pasea en septiembre, entre esas cosas, más dorada, como cansada y vieja.
Por la mañana, en septiembre, se estrena el frío en la cara, leve como las yemas de los dedos de un amante indeciso.
En septiembre, vuelves a recobrar las delicias y los tormentos de la pereza al despertar. Pero te invita esa calle sin aire y de cosas bañadas en luz dorada; y los ritos que vuelven.
Septiembre es buen tiempo para reinventar la vida. Para decirse que lo que no fué, ahora será.
Por eso, en septiembre, la gente anda más aprisa por la calle, con la urgencia del que advierte que tiene algo pendiente.
Septiembre es el mes de las despedidas y de los reencuentros. Las personas llevan muchos años utilizando septiembre para dar volantazos, marcando a septiembre de curvas.
Y si se oscurece el cielo en septiembre, saben que lloverá con furia un momento para dejar las cosas más nítidas aún y la fragancia de la tierra mojada, de la piedra húmeda.
En septiembre, le preguntamos más cosas a los espejos y le hacemos más encargos a los calendarios.
Septiembre es una palabra hermosa que no importa repetir. La palabra septiembre suena como cuando se troncha la rama todavía verde de un árbol.
Septiembre huele un poco a café y bastante a hoja seca.
El tacto de septiembre tiene el mismo terciopelo corto que un fruto seco.
En septiembre parecen nacer los años.


Escrito por La caminante a las 3:29 AM | Comentarios (13) | TrackBack

15 de Septiembre 2005

El fantasma de Agés. (El Camino VI y último)

Cuando llegamos a San Juan de Ortega caímos en la cuenta de que llevábamos muchos kilómetros sin encontrar un cajero. Reuníamos entre los dos 20 euros. Pusimos nuestras esperanzas en Agés, a unos tres kilómetros. Esperábamos que al menos pudiéramos pagar la comida con tarjeta y emplear los 20 euros para dormir.
Pero en Agés tampoco había cajero, ni el único restaurante admitía tarjeta. Sólo había dos albergues que cobraban 6 euros por dormir. El menú del único restaurante era de 8 euros. Esto suponía 8 euros más de lo que teníamos, sin presupuestar cena ni desayuno. La señora del restaurante nos dejo muy claro que en Atapuerca tampoco existía cajero alguno, que el más próximo estaría en Villafría, en las afueras de Burgos, a casi 30 kilómetros y final de nuestro viaje.
Tampoco nos podíamos saltar la última etapa porque era festivo y no salían autobuses.
“Ni pa trá, ni pa lante” se llama eso en mi tierra..
A las tres menos veinte de la tarde del 15 de agosto de 2005 supe, comprobé en mis propias carnes qué era la indigencia.
Buscamos algunos en el Camino enseñanzas sutiles, elevaciones sublimes, descubrimientos trascendentales.
Pero el Camino te enseña a ser realista, a dimensionarte como un simple ser humano dependiente y vulnerable.
De todo el derroche de fantasía y promesas de magia de Cohelo en el “Diario de un mago” recordé una verdad básica: es el Camino de la gente común.
No teníamos capacidad para recorrer 30 kilómetro más después de haber ascendido casi 20 por los Montes de Oca. No teníamos fuerzas para seguir, no teníamos recursos para parar. Aquel día, no teníamos nada.

“No andéis preocupados por vuestra vida, que comeréis, ni por vuestro cuerpo,
con que os vestiréis: ¿No vale mas la vida que el alimento, y el cuerpo mas
que el vestido?
Mirad las aves del cielo: Ni siembran ni cosechan, ni recogen en graneros; y
vuestro Padre Celestial las alimenta ¿No valéis vosotros mas que ellas?
No andéis pues preocupados, diciendo: ¿Que vamos a comer?. ¿Que vamos a
beber?. ¿Con que nos vestiremos?. Que por todas esas cosas se afanan los
gentiles. Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todas estas cosas
se os darán por añadidura.
Pedid y recibiréis; buscad y encontrareis, llamad y se os abrirá.”

Recordé estas palabras y me indigné.
“¿Cómo pretenden que las gente crean semejantes fábulas?”
La palabra poética, milenaria y sagrada, era hermosa pero no me iba a dar de comer ni de dormir.

Pero el Camino enseña más sobre en “más acᔠque el sobre “más allá”.
Enseña, por ejemplo, que lo práctico es pensar en lo inmediato, en los cinco minutos después y en los cinco metros circundantes.
Así que quemamos nuestras naves. Gastamos 16 de los 20 euros en comer unas costillas al horno y un excelente vino riojano. Con el dinero suelto compramos un paquete de Marlboro.
Son casi las cuatro de la tarde y nos encontramos en medio del Mundo con cuatro euros y cuatro piernas por todo patrimonio.
Pensé “Somos peregrinos, somos mendicantes también. Este municipio debe hacerse cargo de los peregrinos que pasan por él, porque forman parte de su identidad. Iremos, como los peregrinos de hace siglos, al ayuntamiento o a la parroquia para pedir cobijo y a los albergues que cobran que le den por…”
Y justo cuando mi reflexión estaba dejando de ser elegante me acordé que tanto Angel en Ventosa como José Luis en Tosantos habían hablado de la existencia de tres albergues en Agés. Le pregunté al chico que me traía la cuenta a la mesa.
-¿Hay más albergues aquí?
-Una mujer tiene una casa de acogida al peregrino, pero ya debe estar llena-
Ya cambiaba ese mundo de cuatro euros y cuatro piernas. Tenía también una casa de acogida, aunque pudiera estar repleta, y dos estómagos satisfechos. El espacio y el tiempo pueden ser infinitos, pero su aspecto cambia a un milímetro de nuestra piel.
La dueña del restaurante nos explicó, que Anja, la responsable de la casa de acogida no estaba, pero que había dejado allí las llaves por si algún peregrino lo necesitaba. La casa no estaba repleta, estaba vacía.
Uno de sus hijos nos acompañó hacia la puerta y nos dió las llaves. Era una antigua casa de labor reformada. Nos indicó donde estaban el baño y la cocina en la planta baja. Nos acompañó a la segunda, donde estaban los colchones para dormir. Nos dijo que el alojamiento y comida allí eran gratuítos, y que Anja posiblemente llegaría más tarde. Y se fue.
Dejamos nuestras cosas sobre algunos colchones de la segunda planta y nos bajamos a la primera, a la cocina a esperar.
Aquella casa era inmensa. Había zonas sin reformar. Nos quedamos en la cocina. Había dos hornillas, una de gas y otra, un anafe, de carbón. En una pared, el mapa del mundo puesto al revés. El sur era el norte y el norte el sur. Creí entender la metáfora. En otra, los peregrinos anteriores habían escrito con lápiz sus nombres y la fecha de su paso.
En una cesta de mimbre, había pimientos, ajos y cebollas. Sobre la hornilla de gas estaba una cafetera y en la alacena había café molido, aceite y especias. Hice café.
Mientras lo tomábamos, yo hojeé “Vagabundo en Africa” de Javier Reverte, que estaba sobre una mesa con un hule que tenía el mapa de España y,señaladas, las rutas de los Caminos de Santiago. Anja debería llegar de un momento para otro. Mientras leía y tomaba aquel café delicioso, oí algún ruido en la planta superior.
-Mira que si hay ratas..-
Dije. (Dormiríamos al ras del suelo).
Luis me dijo que no oía nada.
Me duché, me fui a la segunda planta y como estaba aburrida, extendí mi saco en uno de los colchones del suelo y me dormí. Eran las siete de la tarde. A las nueves me despertó Luis.
Anja no iba a venir. Había venido una amiga a visitarla que había encontrado un mensaje en el recibidor diciéndole que ella estaría ausente en algunos días. Si a la hora que era no había venido ningún peregrino, ya no lo harían. Después de quince días durmiendo en iglesias, hoteles, colegiatas y naves repletas de gente, hoy teníamos una casa de dos plantas para nosotros dos solos.
-Tres plantas- Me dijo Luis. –Hay una tercera planta-
-¿Y qué hay allí?_
-Más colchones. He hecho muchas fotos de toda la casa- Me contestó.
Decidimos que con los cuatro euros que teníamos, podríamos comprar al restaurante pan y tomates. Con la cebolla y el pimiento de la casa, cenaríamos un picadillo y con el pan, el aceite y el café, tendríamos para desayunar. Mientras Luis se ausentó para hacer esa compra, descubrí un barril de vino joven con un pequeño grifo.
Noté lo relativo que es el concepto “abundancia” y también pensé que por lo general, cualquier español se puede sentir satisfecho si dispone de pan, aceite, tomate, vino y café. Y volví a sentir algún ruido arriba.
Después de la cena en la cocina, nos fuimos a dormir. Cuando subíamos, ví el tramo de escaleras que llevaba a aquella tercera planta.
_Yo quiero ver lo que hay arriba- y me dirigí hacia aquel hueco. Luis me agarró de la cintura y me dijo:
-Es muy tarde. Mañana lo ves-
Y dormí de un tirón, hecha un ovillo en un rincón de una antigua casa de labor reformada.
Al amanecer, desayunamos pan tostado frotado con ajo, cubierto de aceite de oliva, con rodajas de tomate verdes rociadas con sal y café negro con azúcar. Una de las pocas veces que desayunaba bien en el Camino de Santiago, porque en España se suele desayunar muy mal, excepto en Andalucía, donde cualquier humilde bar tiene una carta de desayunos aunque esté escrito con tiza en una pizarra.
Devolvimos las llaves de la casa al único bar del pueblo y salimos rumbo a Burgos, al amanecer, el día después de la única vez que en el Camino había dispuesto de una casa entera, de una cena y un desayuno exquisito y de una baño con agua caliente sin tener que esperar en la puerta. El día que menos creía tener, fue cuando más tuve. De los cuatro euros, aún nos sobraban dos, y lo gastamos en café, pasando Atapuerca, antes de llegar a Burgos.

“Pedid y recibiréis; buscad y encontrareis, llamad y se os abrirá.”

Me seguía pareciendo una fábula, pero con otro sentido.
Aquella filosofía nos venía dictada desde hacía unos dos mil años, pero apenas había sido oída. Vivimos la cultura de la acumulación, cuando se nos había estado indicando lo contrario.
Hemos construido una civilización en torno a un libro que apenas nadie se ha leído en serio.

En el camino hacia Burgos, Luis me contó que durante todo el tiempo que dormí por la tarde y a lo largo de la noche escuchó ruidos en la planta superior y por eso no me dejó subir por la noche. Él sí subió y no encontró rata alguna. Hizo fotos. Cuando llegamos a Sevilla, la tarjeta con todas las fotos que se hicieron en el Camino se había borrado.


Escrito por La caminante a las 2:44 AM | Comentarios (8) | TrackBack

9 de Septiembre 2005

Lentejas ecuménicas al estilo de José Luis. (El Camino V)

Se corta cebolla, pimiento, tomate, ajos y judías verdes.

“Mírala, ella no llora”, dice un joven peregrino en la cocina del albergue de Tosantos.
Me había tocado cortar la cebolla. Bastantes cebollas. Estábamos preparando lentejas para 26 personas. El resto de los cocineros voluntarios habían empezado a pestañear y lagrimear
“Ya lloraré. El que tenga alguna pena, que aproveche para desahogarse”. Le contesté.
“¿Dónde está el cura?” preguntó alguien.
“No es un cura” pensé para mis adentros, pero en realidad no lo sabía. Lo que si creía es que Jose Luis, el hospitalero de aquel albergue, era un religioso, una especie de fraile o algo así, pero no un cura.
“Estáis todos llorando” dijo José Luis cuando llegó a la cocina. “Todos no, ella no llora”, dijo algún peregrino refiriéndose a mí. “Lei non piange..” le tradujo o le comentó una señora italiana a su marido, que se quitaba una lágrima con el dorso de la mano, mientras ella me miraba de reojo.
Me empezó a entrar la risa floja; aquello parecía la escena de un libro de un autor latinoamericano. Agaché la cabeza para disimular y en el suelo había un conjunto de pies heridos, cubiertos de tintura de yodo y algunos incluso con algún vendaje; menos una par, los míos, intactos, sin asomo de erosión o de daño, después de caminar doscientos kilómetros durante varios días. Causas para ambos fenómenos las habría, pero yo no las conocías, así que levanté la cabeza rápido con cara de mosquita muerta y cerré los ojos fuerte mintiendo:”Ay, como pica…”

Se rehoga la verdura en una sartén con aceite mientras en una olla se pone agua a hervir con las lentejas y algo de laurel.

“Van a abrir la ermita de la Virgen para que la podáis visitar. Iros y yo continúo con las lentejas” dijo José Luis. Nosotros preferimos quedarnos con él en la cocina. Cuando estuvimos solos los tres, José Luis calentó café. En aquel sitio todo era gratis. Sólo te pedían ayuda para preparar la comida o recoger las colchonetas. Los alimentos se compran con los donativos que dejan los que pasaron antes. Cuando pasan muchos jóvenes o muchos extranjeros los donativos disminuyen.
José Luis pertenecía a la Tercera Orden Franciscana, la orden seglar.

Se trocea chorizo y panceta y se agrega a la sartén donde se rehogan las verduras….

“Aquí también se rezan las completas, seguimos las reglas de San Benito” y me recitó aquel precepto de abrir las puertas incluso a judíos, herejes, y profanos.
(Habla en plural y él está allí sólo)
“¿Y a agnósticos?. Yo soy agnóstica” Le digo mientras revuelvo la sartén.
“Yo también soy agnóstico”. Me responde. “Tu no afirmas, yo tampoco. Sólo creo”
Me quedé mirando con la espumadera en la mano y una sonrisa sorprendida. Sentí una punzada de admiración y recordé que aquel hombre seguía las enseñanzas de un santo que le hablaba a los pájaros.
“No tienes porque rezar, es voluntario” me aclara. “Aunque alguna vez ha participado algún musulmán”.
No es la primera vez que oía que algunos musulmanes habían hecho el Camino.
“Leemos las peticiones que dejan los peregrinos que han pasado antes y compartimos su peso. Las hay de todo tipo, y en muchos idiomas. Algunos nos piden que recemos porque no desarrollen el sida del que han sido infectados, otros por su familiar enfermo terminal, otros por su soledad, otros por sus culpas. Si participas, tendrás que leer alguna”
Y empezamos a pelar patatas…

Se vuelca las verduras rehogadas con el chorizo y la panceta. Se añaden patatas en trozos y se terminan de hacer a fuego lento.

Después de cenar subimos a un altillo de aquella vieja casa reformada. Sobre una moqueta leíamos aquellas penas que los peregrinos había dejado en una caja para que otras personas desconocidas las soportaran sólo un rato.
Mientras escuchaba alguna en alemán, supe que yo no tenía nada que añadir a aquella caja, nada serio, nada importante, nada que no le faltara el respeto a aquellas angustias verdaderas.
Me tocó leer:
“Durante mucho tiempo he engañado a mi mujer con otra mujer casada. Ahora todo se ha descubierto…
Pido perdón por el daño que hice y el odio que generé”
Y sentí una respetuosa y profunda compasión hacia aquel “culpable”. Todo los días le deseo suerte.


Escrito por La caminante a las 12:19 AM | Comentarios (3) | TrackBack

6 de Septiembre 2005

Dormir en sagrado. (El Camino IV)

Conseguí un momento de soledad en aquella parroquia de San Juan Bautista de Grañón. Si arriba, en el hospital, habría más de veinte peregrinos, cualquiera era más piadoso que yo. Pero aquella tarde, aquel retablo renacentista, esos pilares viejos, aquella penumbra que endurecía los contornos, el frescor de la humedad secular de las piedras, el crujir de la madera añeja de los bancos y yo misma, teníamos una cita. E hice uso de ese encuentro acompasado por tanto tiempo y tanta circunstancia.
La luz tamizada era una caricia y el silencio también.
Atravesó el altar, con vigor, un hombre grande, vestido de oscuro, al que le adiviné de perfil el cleryman. Aquel debía de ser el párroco, Jose Ignacio. Pensé que el creería que yo estaba rezando, pero no era cierto, no rezaba. Sólo observaba. No he podido hacer mucho más a lo largo de mi vida. Mientras he observado las cosas, los demás rezaban, se casaban, prosperaban, leían libros muy vendidos, se afiliaban a partidos políticos o viajaban al Caribe. Observar te vuelve raro porque requiere demasiado tiempo.
Me fui con Luis a lavar la ropa a la torre y le conté que siguiendo las escaleras se subía al campanario. Subimos y, entre palomas y grandes campanas quietas, vimos aquellos campos de cereales que habíamos atravesado. De repente, entre una paloma y una campana apareció Maldonado con su mujer y su hermana. Me señaló la teta de Mirabel, un monte coronado con una fortaleza en forma de pezón. Nos hizo fotos al lado de una campana, despeinados y con la ropa arrugada, pero limpios y oreados, aunque eso poco le importa a las lentes.
Por la noche comimos caparrones de la Rioja y ensalada, entre peregrinos italianos y alemanes entusiastas. Asistí a la ceremonia de las Completas, siguiendo los ritos monásticos que dieron lugar a la hospitalidad del Camino:
"La puerta se abre a todos, enfermos y sanos;
no sólo a católicos, sino aún a paganos,
a judíos, herejes, ociosos y vanos;
y más brevemente, a buenos y profanos".
Me pidieron mi nombre para rezar por mí cada noche que yo pasara en el Camino.
Luego me acosté en el suelo, sobre una colchoneta junto al Coro, bajo el techo de una iglesia gótica.
Tardé en dormirme y algunas cosas de mi vida pasaban por mi mente, como una película.
De algunas me arrepentí.
Quizás rezara: no podía observar.
Tenía los ojos cerrados.

Escrito por La caminante a las 12:16 AM | Comentarios (6) | TrackBack