31 de Agosto 2005

Angel en Ventosa (El Camino III)

El camino hacía eses entre las viñas y además,el pueblo que veíamos tan cerca, no era el pueblo al que nos dirigíamos. No era Ventosa. Anduvimos bastante más de los cuatro kilómetros previsto para encontrarlo; y al final, comos siempre, lo alcanzamos cuesta arriba.
A la entrada de Ventosa, un niño en bicicleta nos sirvió de guía hacia el albergue.
Tras de la puerta, sentado con un cigarrillo entre los dedos, estaba el Angel.
"Antes de las seis, ni se os ocurra levantaros"
"No, no, no, no, no..." Dicen mis compañeros convencidos. Yo hago una segunda voz de ironía: "Noooooo, ni hablaaaar...." (Desde hace días, eramos siempre de los últimos en abandonar los albergues).
"No pongais despertadores. Os despertaré yo a las seis con música".
Nunca me habían dicho una frase tan dulce: "te despertaré con música", con un tono tan contundente como el del Angel.
Nos sella la credencial y al extender la mía entre sus dedos, pregunta: "Eres de la asociación de Sevilla". Le digo que no en realidad, pero como si lo fuera.
"¿Conoces a Maldonado?", me pregunta. "Pues claro" le digo yo.
"Estos días va estar por el Camino". Me anuncia.
"Ya lo sé", le corroboro. Me selló y puso la fecha en japonés.
Y desde ese momento hasta la mañana siguiente es que abondanamos aquel lugar, el angel autoritario y adusto con dedos manchados de nicotina, extendió sus alas.
"Me crié en el Camino", me decía después por la tarde. Y me contó algo de su historia. Luego, miré esa documentación que guarda con mimo en aquel salón donde otros peregrinos dormitaban, amodorrados por la música clásica, el cansancio y su hospitalidad
Cuando la noche caía antes de cenar, hablábamos de ese otro camino que no viene en las guías ni en los fabuladores libros de Coelho. Angell lleva la sabia del Camino entre esos dedos que sostienen un cigarrillo negro a medio fumar. Me informa de dónde tengo que pedir cobijo, cómo salirme de esa ruta distorsionada que se publica en cualquier sitio y de cualquier manera. Me enseña a salirme del camino oficial para meterme en lo más hondo de ese camino buscado como un grial.
También me brinda una confidencia como el que extiende una mano. Me hace compartir un vértigo personal que el Camino ha traido hacia sus pies de hospitalero de una pequeña aldea de piedra. El Angel, seco como las piedras de aquel pueblo, tiene los ojos iluminados de miedo y de ilusión.
La confianza es uno de los regalos más selectos que te pueda hacer otro ser humano, por eso acogí su confidencia con la empatía que merecía.
Juan Sebastián Bach me despertó a la seis tal como anunció el Angel.
Por supuesto fuimos los penúltimos en abandonar el albergue. El sol estaba subiendo por detrás de las colinas cuando nos despedimos del él en la puerta. Entonces, yo ya sabía por qué escribía fechas en japonés.

Escrito por La caminante a las 10:38 PM | Comentarios (8) | TrackBack

21 de Agosto 2005

El soliloquio de Iruña. (El Camino II)

Ernest Hemingway se sentaba en la terraza del Café Iruña y contemplaba la vida pasar por la Plaza del Castillo. Muchos años después, yo era parte de la vida que pasaba por aquella plaza cuadrada de Pamplona.
Nos detuvimos un día en aquella ciudad por deseo mío. Allí nació mi abuela, la navarra, la que aportó probablemente el rh negativo a mi sangre mestiza. “¿Una sevillana trianera con sangre navarra? Me preguntó un peregrino catalán. “Y de los judíos conversos de Toledo, también. (Y callé más etnias).. Si quisiera ser nacionalista, le tendría que poner mucha voluntad”.
La primera noche en Pamplona, cenamos en el Café Iruña, bajo enormes lámparas de araña de luz tostada y vieja, y rodeados de amplios espejos antiguos.
Algunas mesas más allá, cenaba un caballero de unos setenta años, con el pelo blanco pulcramente peinado y una camisa inmaculada. Hablaba solo.
De todo aquel café multiplicado por sus paredes de espejos, aquel anciano caballero era lo que captaba mi atención, como la llama de una vela. No sólo hablaba: a veces callaba y asentía como si estuviera oyendo una respuesta. No hablaba pues, consigo mismo.
Bebía del vino joven que incluía el menú del Café Iruña. Bebía con buen ritmo de una botella que suele ser para dos y de la que él sólo de estaba encargando. Sería fácil imputar al vino esa conversación solitaria, pero sería absurdo también porque significaría adjudicarle a una inocente botella de vino navarro un poder desproporcionado sobre la mente. Sería más sensato el buscar la causa en el paso del tiempo sobre una vida, mucho más transformador que un puñado de uvas fermentadas. Cuando, en una de sus parrafadas, gesticuló con sus manos para resultar más convincente a esa nada que le acompañaba a su mesa, sentí apuro y ternura, una ternura casi dolorosa. Tuve ganas de levantarme, atrapar sus manos con las mías como si fueran mariposas descontroladas y decirle “vámonos a casa”, (ese lugar que todos debemos tener donde nuestra soledad no le resulte a nadie obscena).
Me encontré con su mirada, indiferente y serena. Mis ojos, mi impertinente observación, no eran para él más ni menos que las lágrimas de cristal de las lámparas ni los objetos del café que devolvían por duplicado los espejos. Yo, más frágil que él, aún desde mi barrera, desvié mi mirada hacia un espejo para verle desde un perfil inverso, como si no estuviésemos allí o él o yo.. Pero era mentira. Los espejos mienten.
Así que me decidí a ser tan valiente como él y seguí observando su discurso al aire.
De aquellos mensajes que yo no oía, entendí aquella noche, que las palabras son como los espejos, parecen ser fieles a la realidad, pero no son la realidad misma. Que lo que llamamos locura no es, en la mayoría de los casos, más que una gran ausencia de pudor. Que los locos aparecen como tales cuando deja de importarles el impacto de su libertad sobre los demás. Que, según eso, yo ya estaba loca porque aquella noche sólo quería saber qué le explicaba aquel hombre al vacío; y que aún no lo parecía porque todavía era tan necia como para esconderme en el reflejo de un espejo; que te dice cómo son las cosas, pero sin serlo.
Casi acabó su botella y su cena. Pagó, se levantó y caminó firme y elegante, como un auténtico caballero. Sólo, al alcanzar la puerta, se detuvo y comentó algo a ese alguien que los espejos del café Iruña eran incapaces de reflejar.
Luego, atravesó las sillas de la terraza para salir a la plaza, las mismas sillas donde Hemingway se sentaba a pensar dos años antes de quitarse la vida.


Escrito por La caminante a las 2:43 PM | Comentarios (11) | TrackBack

19 de Agosto 2005

La estrategia del agua. (El Camino I)

"Deux cafes noires. S'il vous plaît".
Es una pena que haya olvidado todo aquel francés que aprendí. No recuerdo las palabras, casi todas me vienen a la mente en inglés. Pero no debo pronunciar mal, porque siempre me contestan parrafadas como si creyeran de podría entenderles.
En la "rue d'Espagne" compramos queso, vino y pan; una "baguette ancianne" cubierta de una fina harina que nos tiznaba las manos y los pantalones. Y tomamos los dos cafés "noires".
Más allá del arco y la ciudadela de Saint Jean Pied de Port está la ruta que atravezaron Carlomagno y Napoleón. Dejamos a la izquierda la iglesia de Notre Dame y atravezamos el pequeño y hermoso puente sobre el río Nive.
A partir de entonces todo era ascender:
"En el país vasco hay en el camino de Santiago un monte muy alto que se llama Port de Cize, o porque allí se halla la puerta de España, o porque por dicho monte se transportan las cosas necesarias de una tierra a otra; y su subida tiene ocho millas y su bajada igualmente ocho. Su altura es tanta que parece tocar al cielo. Al que lo escala le parece que puede alcanzar el cielo con la mano"
Eso nos ha prometido Aymeric Picaud, el clérigo francés autor del primer libro de viajes sobre el Camino de Santiago, El Códice Calixtino: tocar el cielo con las manos..
Esa mañana en el Pirineo es transparente y fría. Es verde y ondulada, como una mar travieso.
Según se sube el aire se vuelve más opaco y frío. Algunas vacas se cruzan con nosotros, lentas y atónitas. Empieza a haber niebla.
Nos despiden los helechos con su verde furioso. Subimos hacia donde ellos no crecen.
Respiramos con vigor. Las manos están frías y las sienes arden. Las piernas cosquillean. El aire se enfría y espesa.
Entre la bruma aparece en una ladera una figura gigantesca y blanca, con una quietud imponente. Se nos ha aparecido la virgen: la Vierge d’Orisson. Nunca ví mayor expresión de soledad que aquella grandiosa escultura en la ladera de un monte pirenaíco que te contempla pasar, siempre inmovil..
Julio Caro Baroja decía que los caminos antiguos son sienpre más bajos que los campos que atraviesan porque estan hechos sobre la trayectoria que busca el agua para bajar de la cumbre. Seguimos pues, la estrategia del agua.
La niebla es tan espesa que cuando avanzamos cruzamos entre cabras pirenáicas que sólo descubrimos cuando están a escasos centímetros de nuestras pantorrillas.
Paramos. Sobre una piedra nos sentamos y comemos. Queso de Brevis, pan y vino de Burdeos. El queso es tierno y ácido. Se puede partir con las manos.
Conversamos y concluímos que aquella bruma, que aquella niebla no son tales.
Estamos a a casi 1.500 metros de altitud sobre el nivel del mar. Estamos inmersos en una nube, en una gran nube de esas que se ven en el cielo las mañanas frías y transparentes. Me imaginé la nube que me rodeaba como una nube de algodón esponjosa que desde dentro yo veía como una gasa que empañaba mi mirada sobre laderas y valles. Mientras comía queso sentada en una piedra acaricié la bruma que me arrullaba.
La palabra de Aymeric Picaud estaba cumplida: tocábamos el cielo con nuestra manos.

Escrito por La caminante a las 2:17 AM | Comentarios (6) | TrackBack