29 de Octubre 2006

CUANDO LA HISTORIA SE METE EN TU SALITA DE ESTAR.

Mi hermano es filósofo, filósofo de los de verdad: de carrera y profesión, aunque come gracias a la enseñanza. Es un filósofo de la tecnología. En esa tesis está trabajando.
Una vez al mes acudimos a una tertulia a la que pertenezco gracias a él. En la última convocatoria fue el exponente con el tema: “Racionalidad Tecnológica en las sociedades democráticas: progreso, alienación y libertad en las sociedades tecnificadas”. Olé mi hermano..Si no lo conociera, hubiera acudido a una tertulia con tal título con mi poquito de susto, pero es mi hermano y le conozco, le he visto desescombrar verdades simples con manotazos de lógica prácticamente desde que nací.
La mirada de un filósofo sobre las nuevas tecnologías no puede despertar todo tipo de suspicacias, precisamente porque le otorgamos a la tecnología, especialmente a las nuevas, un efecto alienante y cosificador.
El ser humano no ha conseguido llegar a ninguna generación que no ponga a lo moderno bajo sospecha, porque en la categoría de moderno subyace la realidad de nuevo y desconocido. Lo desconocido nos pone sistemáticamente en guardia. Seguimos siendo animales en alerta, por eso tenemos tanto estrés.
No existe sólo quien se resiste a las nuevas tecnologías, sino quien se opone en amplia rebeldía declarándose “analfabetos informáticos” por ejemplo. En esta resistencia se rechazan las nuevas tecnologías como un bien consumible, pero sólo a ellas. Estas personas no lavan a mano ni van a pie a sus trabajos. Utilizan instrumentos tecnificados, suministrados y dosificados por un poder económico. Sus lavadora y su coches están diseñados para durar un número específico de años, aunque la capacidad tecnológica pudiera garantizarnos mayor duración de los aparatos. Cuando su lavadora se estropee, simplemente comprarán otra, si sospechar que cumple el guión de ingenieros y economistas que calculan de antemano costes y beneficios presupuestando nuestra conducta. Pero como no es nuevo, no nos importa. Un filosofo,(ay..los filósofos..) miran las cosas de otra manera, incluso sabiendo que nadie tiene especial interés en hacerles caso, al menos si no llevan un mínimo de un siglo muertos. Son muy generosos con sus vidas.
Le comenté algunas de mis impresiones a mi hermano y otras no pude. Detrás de cada pregunta mía el situaba otra pregunta, casi siempre mucho más clara.
El también conoce mi tendencia a plantearme cuestiones aparentemente muy simples. Está acostumbrado a que la visión de una fregona me haga reflexionar. Y esto es literal.
Cuando yo era niña, en el colegio me pidieron una redacción sobre como sería una casa en el año 2.000. Como la mayoría de los niños, imaginé una casa muy tecnificada, donde los aparatos se hacían cargo de todas esas cosas que nosotros no queremos hacer, donde las leyes físicas estaban en permanente violación. Pertenezco a una generación muy futurista, donde acertamos en casi todo menos en lo cronológico. Nuestras lecturas han sido “2001” de Clarke, “1984” de Orwel… Sin embargo Huxley le dió más tiempo al tiempo, actitud muy sabia.
En el año 2000, en mi casa, como ahora, había una fregona que me indicaba que habíamos calculado mal. Yo no es que tenga especial interés en discutir con fregonas, pero no me creo cualquier cosa así como así.
Así que consulté con el resto de la casa y mi teléfono móvil y mi ordenador me dijeron que no le hiciera caso a la fregona, que era una trasnochada.
“Sí, pero aún está aquí”, les contesté, y el móvil se quedó sin batería y el ordenador se colgó que es la manera que tienen de volverme la espalda cuando les pido demasiado.
Ya no esperamos el futuro. Lo estamos buscando en el presente. Pero hay que mirar bien, porque se nos ha metido en casa.
Yo le pregunté a mi hermano si la coincidencia entre el final de la “guerra fría” que fue fría gracias a la tecnología y la conversión de los nuevos instrumentos tecnológico en bienes de consumo común no tendrían que ver.
Me rompió esta hipótesis con algo que todos sabemos y nunca observamos. Una de las primeras formas de comunicación en red ya estaba a disposición del público en general mientras achacábamos al poder militar ese teórico secuestro tecnológico. Se refería a los cajeros automáticos.
Tampoco se mostró de acuerdo conmigo cuando le propuse una analogía entre el salto tecnológico personal y la “revolución industrial”. Él es más de la opinión que la revolución industrial no es más que una revolución tecnológica que cumple ahora un nuevo capítulo. Pero yo creo que la categoría de revolución no viene dada sólo por el cambio de instrumentos sino por la creación de ámbitos sociales nuevos y observo que las nuevas tecnologías los están generando.
Por eso, quizas, además de una filosofía de la tecnología, urja una “psicología tecnológica”, alejada del tremendismo de las adicciones y del romanticismo pacato del ser humano permanentemente amenazado por los cambios. Una psicología que mire al individuo como agente activo, como elemento transformador.
Pero hay una tercera cuestión en la qué si estuvimos de acuerdo, las nuevas tecnologías son más difíciles de controlar desde el poder porque su producción es barata. Es mucho más cara para cualquier persona una llamada local por telefonía tradicional o un correo ordinario que una comunicación con videocámara o un correo electrónico a través de internet. Sus costes de producción son inferiores y en un libre mercado las cosas tienden a ajustar sus precios en el momento que alguien tiene la libertad de hacerte una mejor oferta. No hemos hecho nada más que empezar. Aún nos están cobrando por ignorar y por temer, pero cuando eso deje de ocurrir, vendrá el verdadero milagro.

Escrito por La caminante a las 3:16 PM | Comentarios (5) | TrackBack

21 de Octubre 2006

Daniel

Cuando un peregrino llega al Pórtico de la Gloria en la capital de Santiago busca la sonrisa de Daniel entre el conjunto de profetas que te reciben sobre columnas.
El profeta Daniel aparece joven y con una sonrisa encendida, entre ellos. Siempre ha sido célebre el joven profeta eufórico para peregrinos y heterodoxos en esta ruta ancestral.
A los pies de Daniel, cuando llegué cojeando y acalorada una mañana de junio a la Catedral de Santiago, recordé al otro Daniel, el Daniel de mi vida.
Una vez, mientras miraba a Daniel, pensé que pertenecía a una especie de raza aparte que la biología conservaba constante como una extravagancia., un grupo que no necesitaba la reproducción sexual para permanecer, que con un simple fallo ocasional le bastaba. Un fallo ocasional… ¿Y porqué un sistema tan excepcional en sus fallos como la biología designaría a alguno de ellos como más constante?
“La trisomía del par 21 ”, un accidente sin sentido donde un cromosoma con sus bracitos repletos de información está donde no debe y genera un ángel desfigurado, que tiene esa tendencia a reposar el cráneo accidental sobre tus hombros y hacerte sentir y pensar.
Daniel, que fue mi cuñado, no me saludó la primera vez que me vio. Sin embargo, aquella vez, antes de despedirnos, le oí decir “micedes e buena pedsona”. Después no he recibido halagos que fueran comparables a esos balbuceos dificultosos que mi cerebro de calidad cromosomática acogió con júbilo irracional.
Daniel era muy aficionado a las fiestas populares. Le encantaban las cabalgatas, las verbenas y las veladas de hotel de verano con orquesta barata, cualquier cosa que pareciera estridente y luminosa. Era implacable. Bailé pasodobles y coreografías de ocasión con Daniel en las algunas plazas de consistorios. Le ayudaba a huir corriendo de la arena caliente en la playa y veíamos partidos de fútbol de segunda en el canal autonómico.
Nos entendíamos bien. Él tenía uno veintitantos años y yo unos treintaypocos. Éramos cuñados y a los dos nos gustaban las luces de navidad y las papelerías.
Cuando estaba embarazada y él se venía a mi casa, me acompañaba en plena tarde de implacable verano a buscar helados. Cuando pasaba por una esquina con sombra se negaba a andar y lo arrastraba del brazo mientras él musitaba “ojú, caló”. Yo me enfadaba porque antes se había empeñado en acompañarme y entonces me seguía resoplando por la avenida. Al día siguiente volvíamos a repetir esas pautas pueriles si hacían falta. También le acompañé a comprar tarjetas postales. Daniel mandaba tarjetas postales a sus monitores del centro donde aprendía a encuadernar con sólo pasar un puente en la provincia de al lado. Los dos escogíamos juntos tarjetas de monumentos con iluminación nocturna que eran las que le gustaban. Nos entretuvimos juntos en ocasiones en dar vueltas al expositor del estanco, Tardábamos mucho, es cierto, pero las postales que elegíamos eran verdaderamente preciosas,
Pasé durante un tiempo, muchas horas al lado de Daniel, hasta que un día, me separé de su hermano, Desde entonces ya no es mi cuñado y apenas le he vuelto a ver a pesar de ser el único tío paterno de mi hija. No depende de nosotros. No podemos hacer nada.
Sólo una vez, al cabo de dos años le vi en mi puerta. Yo busqué en su mirada esa sorpresa, esa vehemencia que sentí cuando volví a verle. Pero él me sonrió como si fuera ayer cuando compramos una postal, un helado, o un cuaderno. Mis cromosomas me torturan más que los suyos. Le encontré envejecido y más delgado. Le ói decir “hola, micedes”. Y ya nunca más. Nunca he escrito nada en las libretas encuadernadas que él me regaló. Aquí están por mi casa. Siempre que me las encuentro me parecen magníficas.

Escrito por La caminante a las 3:34 AM | Comentarios (6) | TrackBack

14 de Octubre 2006

Andaluza.

Soy andaluza por casualidad, al igual que española y europea y al igual que el resto de andaluces, españoles y europeos.
Si la postguerra no hubiera empujado a mi madre hacia el sur, yo sería castellana, y si la II República no hubiera llevado a mi abuela a Madrid, yo sería navarra. Pero nací en Andalucía y me crié como una andaluza, más concretamente como una sevillana de Triana. En mis rasgos hay muchas cosas determinadas por este origen natal, cosas que me dan ventaja y otras, por qué no admitirlo, que no me dan tanta. Como en todos sitios...
Pero nunca dejaré de agradecerle a mi tierra algo de lo que se ha nutrido mis ganas de poder pensar libremente. Mi tierra nunca me indicó que yo fuera una "elegida" por ella. Me ha dado argumentos para sentirme privilegiada, pero el privilegio no es más que un balance que necesita de tu última palabra, y no un designio místico en el que algo decide que tú eres mejor que otros. Mi tierra no me ha educado en barreras línguísticas. Cuando hablo más de un idioma, lo hago para entenderme con más personas, no para que más personas no me entiendan. Me indicó que no hay inconveniente en asumir otras banderas, con lo que dejó en mis manos la sinceridad de identificarme con la suya. Me insistió en que nací en un cruce de caminos y no en el "camino único".
Me enseñó que no todo vale para conseguir las cosas, que la seducción siempre es mejor que la exigencia. De ella he aprendido que la tierra da razones para luchar por la vida y no para imponerse con la muerte.
Nací andaluza por casualidad, pero elijo ser una andaluza consciente.

Escrito por La caminante a las 11:11 PM | Comentarios (6) | TrackBack

Clarividencia.

"Hacer ciencia es una especialización de la inteligencia práctica. Dirigida a la acción, movida por los sentimientos, la inteligencia hace un soberano esfuerzo de atención y voluntad para dedicarse tan solo a la verdad."

José Antonio Marina.

Escrito por La caminante a las 1:54 AM | Comentarios (4) | TrackBack

8 de Octubre 2006

A menudo echo de menos creer en Dios.

A menudo echo de menos creer en Diós.
Creer por ejemplo, que ese vuelco en las vísceras que me produce el dolor de otro no es una sugestión moral, sino el vínculo verdadero que une mi organismo a todo lo que existe.
Que no es crianza ni mera negociación biológica el hecho de por qué las sonrisas me son gratas o el sonido de las canciones que se cantan en voz alta.
A menudo echo de menos creer en Dios.
Creer que no es fortuíta la lógica belleza de los números.
Que el impecable orden del ciclo de la vida no procede de una casualidad infinita.
Darle sentido al hecho de que creo en cosas que no veo. Comprender qué es lo que lo que no me permite ser sumisa a lo visible.
Echo de menos creer en Dios cuando la incoherencia me enreda como algas que me bloquean y amenazan a la verdad. Entonces deseo al Dios del orden necesario, al del bien por encima de todas las cosas, al que nos indicó que era la verdad la que nos haría libre. A ese Dios científico quiero.
También echo de menos al Dios desordenado que perdona a los culpables, el Dios emocional y contradictorio que desea nuestra liberación y sin embargo la deja sólo en nuestras manos. El Dios romántico y artista que diseña primaveras para la alegría. El Dios golfo y travieso que tramó que la continuidad de la vida se sostendría en la existencia del placer.
A menudo echo de menos creer en Dios, porque cuando pienso que no existe sospecho de lo que aprendo. Sin en ese Dios que echo de menos, me reconozco como un receptor orgánico de veleidades, un puro accidente, entre accidentes.
Echo de menos creer en Dios, porque el Dios en el que yo creería no se sentiría ofendido porque yo no creyera en él ni tampoco distraería ni una minúscula parte de su grandeza en castigarme.

Escrito por La caminante a las 6:13 PM | Comentarios (11) | TrackBack