La tarde que llegué al aeropuerto internacional McCarran de las Vegas no me sorprendí de que estuviera plagado de máquinas tragaperras que aturdían a los viajeros con sus parpadeos de colores.
Fue algo más tarde cuando pude comprobar cuanto de espejismo, de espectral y de mendaz tiene la ilusión cinematográfica. Pensé que los espectadores europeos de Bugsy o de Casino, (por no remontarme más atrás ni más adelante), tendrían que emprender una causa común en ese paraíso del litigio que es Estados Unidos, para reclamar el daño moral de los que sabíamos que con el decorado de la primera versión de King Kong se simuló el incendio de Atlanta de Lo que el viento se llevó, pero a los que nadie advirtió en los folletos de las agencias de viajes que, de toda la mitología cinéfila generada por las ciudad de las Vegas, sólo podríamos ver un enorme parque temático.
Pensé esto paseando por el casino Caesar Palace, En un laberinto de salas y luces donde se confundían los conceptos de lo romano y lo helénico, en una pasillo donde los días duraban minutos; y el amanecer y el crepúsculo eran artificiales.
Allí, personas comunes del todo el mundo provocaban a su adrenalina o a su dopamina apostando con parte de una renta inmobiliaria, o una paga extra, removiendo con la ramita de apio, su copa de Bloody Mary. Apostaban por un peligro tan artificial como las luces y el decorado del casino, que recreaban un mundo auténticamente vertiginoso donde los individuos, de verdad se la jugaban. (Como supo el mismo César cuando miró a los ojos de Brutus).
Esa es también mi cultura, la de la ciudad europea, española y milenaria en la que nací y vivo, Sevilla
El lugar donde trabajo se sitúa en la Isla de la Cartuja, delta urbano del río Guadalquivir; cerca de los restos de Itálica, la cuna de los emperadores Trajano y Adriano. Trabajo en el obsoleto escenario de lo que fue una Exposición Universal del año 92, inspirada por el descubrimiento de un continente, y al lado de un parque de atracciones que recrea e momento histórico en que aquellas orillas constituyeron un Puerto de Indias; para rememorar el valor o la temeridad de los que surcaban un océano entero con menos garantías que Don Álvaro de Marichalar, (cosa espeluznante
), sin ánimo de destacar sino sólo de sobrevivir.
Desde algunas ventanas de mi empresa se pueden observar algunas atracciones, como la torre de caída libre que nos proporcionan chillidos lejanos y periódicos que llegan incluso a sentirse como rítmicos.
Lo días soleados, los observo por la ventana con sus piernecitas colgando, sus manos aferradas y sus gargantas raspadas por vértigo. Me imagino sus estómagos volcándose, sus columnas vertebrales electrificadas
Pero de fondo se simula un puerto donde se embarcaban personas de cuyas columnas y estómagos no me atrevería a suponer sus emociones, con cuyo valor se dibujaron nuestros mapas.
Sin en el futuro se tuviera que recrear nuestra civilización en un parque temático, me gustaría saber qué material se emplearía para sustituir nuestro cartón piedra, ese mismo material con el que cumplimos con nuestro pasado. Me gustaría saber con que iconos se representaría nuestra persistente vocación, superficial y hortera.
Quizás nunca me leas.. ni lo sepas
ni te importe... Pero yo siempre tendré la sensación de que debería haberte buscado. Que incluso ya tendría que haberme cruzado contigo.
Quiero disculparme ante mí por no haber salido a tu encuentro, pero nunca he podido, no he podido
No te imagino, no lo necesito. Sólo quiero que tú y yo, en un momento fugaz, seamos uno. Que sientas que soy tu voz, que hablo en tu nombre.
No tengo más razones que tú, ni soy más ni soy menos. La diferencia es que yo siento necesidad de que me encuentres, y tú lo ignoras. Pero si un día ocurriera
tú me hubieras dedicado un momento y yo la vida.
Se me van los días y apenas te entrego minutos esparcidos en el aire, como los diablos de verano, que parecen incapaces de posarse en algún lado, de tener un destinatario..
Hay palabras, frases que planean en mi mente, que no inventan nada, que no descubren nada
pero que pueden ser los nombres de tu pensamiento. Y yo no poseo la verdad, pero quizás pudiera nombrarla, una verdad común entre tu yo y tantos millones,
Una verdad inevitable a la que vestir de letras y signos de puntuación, para que yo compruebe y tu descubras que no estamos solos
Se me está haciendo tarde
.
Creí que habría un día idóneo para ser yo y hacer mi cometido. Y no era un día: debía de ser la vida entera. Así que no he agotado las páginas de este cuaderno.
Quiero llegar a aquella en la que escriba los sustantivos de tus cosas, los adverbios de tus días. Y quizás entonces me pueda dedicar tranquilamente a hacer aquello que he hecho siempre en vez de escribir para ti, a esas cosas en las que me pierdo, en esas sobre las que se desliza el tiempo que no te dedico. Esas que me distraen de ti, y pueden que en realidad, sean nuestro bucle.
Lo contaba el otro día en el "Café de la prensa" a Ana y Macarena, sobre las migas de un alfajor argentino y los pozos de algunos cafés que no soltaban prenda sobre nuestros destinos.
En uno de mis ziszageos de mi vida como estudiante, (ziaszageos que aún no he abandonado), una vez, hace bastante años desemboqué en el "Centro Español de Nuevas Profesiones" para cursar los estudios de una profesión que nunca ejercí aunque los acabé con altas notas.
El día que fui a hacer mi matricula me llevé un folleto del centro que disponía de un plano, porque el lugar se situaba en la laberíntica judería sevillana que mi cabeza dispersa, entonces, no dominaba.
Seguí diligente los trazos de un plano minucioso y diminuto que me llevó de la Avenida de la Constitución a la calle Aire; fresca, plácida y estrecha. La misma calle donde nació Cernuda. Con los ojos fruncidos, buscaba la siguiente indicación que orientara mis pasos. En un tramo de la calle Aire hay un lugar que la bifurca en tres. Según el plano, una de sus dos nuevas posibilidades se llamaría "Manolito el romano".
Busqué en las fachadas de las dos prolongaciones, así como en la esquinas más próximas, el rótulo que tomara prestado el nombre de probablemente, un gran banderillero o un cantaor esmerado.
Pregunté a los transeúntes y no hallé respuestas, sino gestos y expresiones de sorpresa o encogimiento de hombros, como si la calle se acabara de generar repentinamente en el plano, o en mi cabeza, o en ambas cosas a la vez.
Quizás el redactor del folleto del "Centro Español de Nuevas Profesiones" se hubiera adelantado a alguna iniciativa municipal de homenaje a un torero del que yo desconocía su destelleante carrera o a algún virtuoso guitarrista.
"Manolito el romano", el niño humilde que se crío en la calles de la judería de Sevilla jugando al toro o cantiñeándose al salir del colegio.... Alguién así se merece al menos una esquinita sombría con un balcón de geranios, si señor.
Como no renuncio a casi nada, (al menos entonces), pregunté a un señor mayor que pasaba por allí: "Señor..¿la calle "Manolito el romano"?. Aquel hombre me dice que nunca oyó una calle así y que él era de aquel barrio desde siempre. Su rostro me dió a entender que su "siempre" le daba para saberse con certeza el callejero del barrio entero y gran parte de la ciudad.
Así, le brindé el plano origen de mi empecinamiento, y el anciano caballero, calzándose unas densas gafas "del cerca", escudriñó la maraña de nombrecitos y líneas de la contraportada del tríptico.
-Señorita, aquí no pone "Manolito el romano", sino "Monolitos romanos"- y con gesto taurino giró el torso sobre sus cintura y con una mano apergaminada señaló dos espléndidas y vetustas columnas apuntaladas con hierro mohoso que descansaban sobre una mezcla de estanque y charco urbano donde habitaba algún nenúfar. Aquellas columnas eran parte de las huellas de "Hispalis", el pasado romano de Sevilla. En el plano se situaban como una señal que debería indicarme que el lugar que buscaba estaba cerca, a escasos metros y no que en aquellas calles moqueó un niño delgado que luego zapateó en los mejores "soberaos", ni un inquieto maletilla que se escapaba de noche al Aljarafe a tentar vaquillas. "Manolito el romano" nunca existió sino fugazmente, en la mente de una jovencita despistada que como siempre y por siempre, mataba moscas a cañonazos...
Me gusta estar con los niños. Este sábado nos fuimos al Nervión Plaza a ver películas, Alfonso, Jose Manuel y mi hija. Alfonso habla poco y bajo, sonríe siempre fugazmente. Tiene doce años. Lleva un tiempo con una voz quebrada y hueca.
Jose Manuel es como un dibujo bello y endiablado. Tiene ocho años de belleza y chispeante inteligencia que le hacen divertido, inquietante y provocador.
Mi hija es una metamorfosis de siluetas a la que parecen pesarle los brazos mientra se le afina paulatinamente la cintura. Mi hija estrena relámpagos sobre las ojeras....
Cuando se viaja en taxi de noche en la ciudad lluviosa, los colores se reparten y lagrimean por la ventanilla. Sobre la nebulosa del vaho, recorren su camino el rojo y el azul cobalto...
A los niños, en el asiento, parece estorbarles todo: los paraguas, sus chaquetas alcolchadas, la noche, las luces, la lluvia, su voz y sus nombres...
Un billete rígido de cinco euros y niños que se precipitan sobre la acera roja y azul cobalto de la ciudad.
Jose Manuel quiere subir por una escalera mecánica que no funciona.
Mi hija tira de mi manga y tuerce el paraguas que pelea con el viento.
Alfonso camina delante, callado y mojado, silencioso.
Con los ojos nublados de colores húmedos, en la taquilla decidimos películas. El más pequeño se distrae y se aparta. Desde la ventanilla tumultosa grito a Alfonso y a María que lo capturen y "tres para la "Pantera rosa" y una para "Truman Capote", por favor..."
Rebaño monedas frías de mi bolso que se convierten en volcanes de maiz exuberantes. ...
A la salida , corremos por la acera porque hemos visto un taxi libre. Un estrella de muchas puntas verdes en un camino de destellos rojos y azul cobalto.
Bajo el tejido acolchado de sus chaquetas los niños tiritan y preguntan que hay para cenar. Arrecian la lluvia y la noche sobre la ciudad.