Ernest Hemingway se sentaba en la terraza del Café Iruña y contemplaba la vida pasar por la Plaza del Castillo. Muchos años después, yo era parte de la vida que pasaba por aquella plaza cuadrada de Pamplona.
Nos detuvimos un día en aquella ciudad por deseo mío. Allí nació mi abuela, la navarra, la que aportó probablemente el rh negativo a mi sangre mestiza. ¿Una sevillana trianera con sangre navarra? Me preguntó un peregrino catalán. Y de los judíos conversos de Toledo, también. (Y callé más etnias).. Si quisiera ser nacionalista, le tendría que poner mucha voluntad.
La primera noche en Pamplona, cenamos en el Café Iruña, bajo enormes lámparas de araña de luz tostada y vieja, y rodeados de amplios espejos antiguos.
Algunas mesas más allá, cenaba un caballero de unos setenta años, con el pelo blanco pulcramente peinado y una camisa inmaculada. Hablaba solo.
De todo aquel café multiplicado por sus paredes de espejos, aquel anciano caballero era lo que captaba mi atención, como la llama de una vela. No sólo hablaba: a veces callaba y asentía como si estuviera oyendo una respuesta. No hablaba pues, consigo mismo.
Bebía del vino joven que incluía el menú del Café Iruña. Bebía con buen ritmo de una botella que suele ser para dos y de la que él sólo de estaba encargando. Sería fácil imputar al vino esa conversación solitaria, pero sería absurdo también porque significaría adjudicarle a una inocente botella de vino navarro un poder desproporcionado sobre la mente. Sería más sensato el buscar la causa en el paso del tiempo sobre una vida, mucho más transformador que un puñado de uvas fermentadas. Cuando, en una de sus parrafadas, gesticuló con sus manos para resultar más convincente a esa nada que le acompañaba a su mesa, sentí apuro y ternura, una ternura casi dolorosa. Tuve ganas de levantarme, atrapar sus manos con las mías como si fueran mariposas descontroladas y decirle vámonos a casa, (ese lugar que todos debemos tener donde nuestra soledad no le resulte a nadie obscena).
Me encontré con su mirada, indiferente y serena. Mis ojos, mi impertinente observación, no eran para él más ni menos que las lágrimas de cristal de las lámparas ni los objetos del café que devolvían por duplicado los espejos. Yo, más frágil que él, aún desde mi barrera, desvié mi mirada hacia un espejo para verle desde un perfil inverso, como si no estuviésemos allí o él o yo.. Pero era mentira. Los espejos mienten.
Así que me decidí a ser tan valiente como él y seguí observando su discurso al aire.
De aquellos mensajes que yo no oía, entendí aquella noche, que las palabras son como los espejos, parecen ser fieles a la realidad, pero no son la realidad misma. Que lo que llamamos locura no es, en la mayoría de los casos, más que una gran ausencia de pudor. Que los locos aparecen como tales cuando deja de importarles el impacto de su libertad sobre los demás. Que, según eso, yo ya estaba loca porque aquella noche sólo quería saber qué le explicaba aquel hombre al vacío; y que aún no lo parecía porque todavía era tan necia como para esconderme en el reflejo de un espejo; que te dice cómo son las cosas, pero sin serlo.
Casi acabó su botella y su cena. Pagó, se levantó y caminó firme y elegante, como un auténtico caballero. Sólo, al alcanzar la puerta, se detuvo y comentó algo a ese alguien que los espejos del café Iruña eran incapaces de reflejar.
Luego, atravesó las sillas de la terraza para salir a la plaza, las mismas sillas donde Hemingway se sentaba a pensar dos años antes de quitarse la vida.
"Deux cafes noires. S'il vous plaît".
Es una pena que haya olvidado todo aquel francés que aprendí. No recuerdo las palabras, casi todas me vienen a la mente en inglés. Pero no debo pronunciar mal, porque siempre me contestan parrafadas como si creyeran de podría entenderles.
En la "rue d'Espagne" compramos queso, vino y pan; una "baguette ancianne" cubierta de una fina harina que nos tiznaba las manos y los pantalones. Y tomamos los dos cafés "noires".
Más allá del arco y la ciudadela de Saint Jean Pied de Port está la ruta que atravezaron Carlomagno y Napoleón. Dejamos a la izquierda la iglesia de Notre Dame y atravezamos el pequeño y hermoso puente sobre el río Nive.
A partir de entonces todo era ascender:
"En el país vasco hay en el camino de Santiago un monte muy alto que se llama Port de Cize, o porque allí se halla la puerta de España, o porque por dicho monte se transportan las cosas necesarias de una tierra a otra; y su subida tiene ocho millas y su bajada igualmente ocho. Su altura es tanta que parece tocar al cielo. Al que lo escala le parece que puede alcanzar el cielo con la mano"
Eso nos ha prometido Aymeric Picaud, el clérigo francés autor del primer libro de viajes sobre el Camino de Santiago, El Códice Calixtino: tocar el cielo con las manos..
Esa mañana en el Pirineo es transparente y fría. Es verde y ondulada, como una mar travieso.
Según se sube el aire se vuelve más opaco y frío. Algunas vacas se cruzan con nosotros, lentas y atónitas. Empieza a haber niebla.
Nos despiden los helechos con su verde furioso. Subimos hacia donde ellos no crecen.
Respiramos con vigor. Las manos están frías y las sienes arden. Las piernas cosquillean. El aire se enfría y espesa.
Entre la bruma aparece en una ladera una figura gigantesca y blanca, con una quietud imponente. Se nos ha aparecido la virgen: la Vierge dOrisson. Nunca ví mayor expresión de soledad que aquella grandiosa escultura en la ladera de un monte pirenaíco que te contempla pasar, siempre inmovil..
Julio Caro Baroja decía que los caminos antiguos son sienpre más bajos que los campos que atraviesan porque estan hechos sobre la trayectoria que busca el agua para bajar de la cumbre. Seguimos pues, la estrategia del agua.
La niebla es tan espesa que cuando avanzamos cruzamos entre cabras pirenáicas que sólo descubrimos cuando están a escasos centímetros de nuestras pantorrillas.
Paramos. Sobre una piedra nos sentamos y comemos. Queso de Brevis, pan y vino de Burdeos. El queso es tierno y ácido. Se puede partir con las manos.
Conversamos y concluímos que aquella bruma, que aquella niebla no son tales.
Estamos a a casi 1.500 metros de altitud sobre el nivel del mar. Estamos inmersos en una nube, en una gran nube de esas que se ven en el cielo las mañanas frías y transparentes. Me imaginé la nube que me rodeaba como una nube de algodón esponjosa que desde dentro yo veía como una gasa que empañaba mi mirada sobre laderas y valles. Mientras comía queso sentada en una piedra acaricié la bruma que me arrullaba.
La palabra de Aymeric Picaud estaba cumplida: tocábamos el cielo con nuestra manos.
Hace tiempo que volví del Camino de Santiago, unas tres semanas. Pensé en el blog alguna vez mientras anduve; pensé en este refugio que dejé con la puerta entornada. Pero a la vuelta no me animaba a vover a él. Cosas de la cabeza.
Me ha hecho regresar un angel. Así vi yo a Sienna un par de veces o tres en el Camino, como un angel de piel oscura y sonrisa blanca que alguna vez aparecía bajando por un sendero, o se dibujaba en medio de la rabia del calor del asfalto de la carretera, o aparecía detras de la esquina de una casa de piedra abandonada, justo cuando David y yo , sobre un escalón, nos dejábamos desesperar solo un rato. No sé cual de los dos dijimos por primera vez: es un angel. En realidad tampoco sabemos a cuál de las dos se lo dijimos primero porque teníamos otro angel, Nines.
Recuerdo a Nines aparecer entre las viñas del Bierzo cuando nosotros estábamos como perros reventados en una cuneta a media tarde con la cabeza empapada en agua de una fuente no potable y los pies ardiendo. Inexplicablemente, una figurita andando y saludando con la mano a lo lejos transformaba el paisaje y los bocados del fuego de junio. Al rato, los tres reíamos en el patio de un lugareño mientras derramábamos mas agua sobre nuestras cabezas. Siempre aparecían así, en los peores momentos y siempre nos surtían el mismo efecto. Todo se mejoraba.
Estas dos mujeres caminaban solas y no eran iguales. Nines erá rápida aunque nunca tenía prisa. Administraba su ritmo entre su rapidez para caminar y su capacidad de detenerse. Sienna caminaba constante, apenas se paraba, pero su andar carecía de urgencias, cada paso era una leve parada.
Estos ritmos tan distintos confluían a veces con nuestra desorden y esas intersecciones suponían paréntesis maravillosos. Compartimos orujos, sombra de árboles, churrascos de ternera, risas, confidencias, albergues, queso con miel, camino...
Son angeles, estoy convencida. Ellas no lo saben, pero por eso no dejarán de serlo.
Volví a la normalidad, a este otro recorrido. No tenía más remedio que volver: y me encontré este otro tipo de desfallecimiento y otra clase de cunetas. Nadie se los ha llevado mientras no estuve, se han conservado. Y en eso estaba el otro día cuando abrí en correo, en esa pájara de lo diario, cuando desde una mensaje electrónico se agitaba una mano de ángel avisando su visita. Sienna viene a verme a Sevilla. Una vez más, aparece...