21 de Agosto 2006

EQUIVALENCIAS

Mientras mi madre descendía lenta y majestuosa las escaleras del hotel, delante del coche, entre mi pelo que el viento de esa mañana arrojaba a mis ojos, contemplaba la espectral silueta de la costa española, al otro lado del mar.
Me volví hacia Norden y le dije:- Tiene que ser duro ver todo los días un lugar a donde no puedes ir-.
-Sí, da nervios- me dijo en su español con acento arabe, de frases cortas y certeras. -Atravesar. Tú das euros. Nosotros vida-

Escrito por La caminante a las 2:15 PM | Comentarios (10) | TrackBack

3 de Agosto 2006

Mementos

Las otras veces que había vuelto a aquel pueblo no había recordado aquello, como tampoco había reconocido, ninguna de esas calles que pisé. Sabía y algo recordaba, que cuando era niña, quizás con cinco años, me llevaron a la sierra para recuperarme de una enfermedad pulmonar. Fui una niña muy enfermiza, aunque luego me convirtiera en una mujer fuerte de salud y apariencia. Mi misma gestación le obligó a guardar reposo a mi madre. Ella se sentía febril, su sistema inmunológico no tenía una reacción muy maternal para mi fetal persona. Mi abuela paterna instaba a mi madre a que se tomara una aspirina para la fiebre, se levantara y vaciara y limpiara los armarios, fregara las ventanas y diera baldosín a lo azulejos de la cocina subida en una banqueta. Es de comprender que mi madre temiera que su suegra no la tuviera por un ama de casa meticulosa y organizada, a pesar de que una especie de alien tóxico en su interior le tuviera transitoriamente minusválida. Mi abuela, lo que quería, (y así se lo hizo saber) es que mis padres, el tocólogo, el médico de cabecera, y todos los ilusionados familiares permitieran de una puñetera vez a la naturaleza decidir qué iba a hacer conmigo. Y la naturaleza decidió, pero se tomó su tiempo. Nací a los diez meses de gestación.
Después de esa vida embrionaria, larga y polémica, viví una niñez donde hubo demasiados pinchazos, paños húmedos en la frente, palos de madera áspera en la garganta, batas blancas y medicinas amargas. Y además, querían que comiera.
Un verano, por consejo médico, después de una pulmonía, me llevaron a recuperarme y engordar a la Sierra Norte de Sevilla, a Constantina.
Apenas recuerdos las calles ni la casa. De las calles recuerdo la tierra, quizás porque se quedaba en los arañazos de mis rodillas cuando me caía jugando con los demás niños, porque era áspera o porque olía a seco. De la casa recuerdo la penumbra, el suelo irregular y frío y las llaves herrumbrosas de los armarios.
He vuelto alguna vez, he estado de paso, pero nunca he reconocido nada. Hace pocos días, volví para llevar a mi hija a un campamento de verano, a las afueras de ese mismo pueblo. Luego, en el coche, mientras Luis conducía, mecida por las curvas e hipnotizada por la vegetación que veía desde la ventanilla, recordé algo más…
El sonido de las campanillas resultaba violento y eléctrico. Un niño corre delante gritando: - ¡Ya sacan al toro!-
Todos los niños corren y yo también. El pié se resbala de la chancla de goma y el talón se llena de tierra. La plaza de toros me parece enorme. Es amarilla como la tierra de mi talón. Las mulillas vuelven al interior y las campanillas se van disolviendo. Delante de la puerta hay una especie de gigante negro tirado en el suelo. Ya estamos allí. Me escuecen los ojos y me duele el pecho. Hay un ojo grande y enloquecido que me mira fijamente. Una gota de sudor va desde mi sien a la nuca pero se me han helado los hombros. El pelo del animal es tan negro que despide la luz hacia el picor de mis pestañas. Desde atrás de su cuerpo, tres palos con papeles de colores basculan antes de vencerse. Alguien me aparta y los pies se deslizan sobre las chanclas untadas de tierra y sudor. Desde el lugar de los palos desciende una mancha de sangre espesa y brillante. Oigo mi propia respiración desde la garganta. Huele a llave mohosa como la de los armarios. Comienzan a cargar el toro en el camión y dibuja un sendero rojo en el suelo. Alguien tira de mi codo, -vámonos-.
Luego crecí y lo olvidé, salvo el olor a hierro y la tierra seca.

Escrito por La caminante a las 9:34 PM | Comentarios (5) | TrackBack

1 de Agosto 2006

Omisión

Son inocentes los golfos de su ansia. Son ingenuos los aventureros en su incontinencia. Son cándidos en sus estratagemas, el tahur y la puta.
Ejerce la verdadera picardía el que insiste en esquivar la vida, porque espera de ella siempre lo peor; o, lo que es peor, no espera nada.

Escrito por La caminante a las 3:33 AM | Comentarios (6) | TrackBack