CÓMO QUIERO SER
En un libro de texto del colegio leí un cuento que me impresionó para siempre. Aunque el cuento pueda indicar otra cosa, el libro de texto no era de religión sino de lengua.
Yo lo leí una vez y sentí el leve roce en la nuca del entendimiento. Esa sensación de que te has crecido un miembro más, te has descubierto un sentido más, que hay algo en ti fresco y sin forma, que ha brotado.
Sé que lo leí bastantes veces más, ya sin obligación, por el hecho de que me sentía bien pensando lo que decía el texto. Alguna vez lo leería por última vez y en alguna otra vez perdería el libro. Pero mi nuca ya estaba tocada..
Luego he leído, oído cosas que me han formado tal como soy: alguien que escribe esto en vez de estar haciendo otras cosas, intentando otras cosas. Pero de ninguna conservo esa experiencia tan clara, mayor revelación que tener de repente en un momento de tu infancia, la certeza de como quería ser para siempre.
Recuerdo el cuento y lo intentaré reproducir ahora. Nunca sabré cuanta distancia recorrerá mi versión en el estilo pero os puedo jurar que estoy absolutamente segura que decía esto:
En mitad de un inhóspito páramo castellano se hallaba un monasterio franciscano. En esta pequeña congregación, los monjes tenían que salir cada día a las poblaciones cercanas a mendigar, porque una de sus promesas hechas a Dios era su carencia de toda posesión. Aquellos franciscanos aspiraban a ser tan pobres y agradar a Dios tanto, que no podían disfrutar de los frutos de la tierra, sino sólo podía acceder al sustento a través de la humildad. Se levantaban de madrugada y atravesaban los páramos hacia las poblaciones donde suplicaban procurando más la humillación del alma que la satisfacción del cuerpo. Porque era así como serían mejores para contentar al Padre. Salían cada mañana de dos en dos; un monje anciano con un novicio para que éste imitara en todo al mayor. El joven monje no tendría más enseñanza cada día que la actitud del anciano. No tendría que obedecerle, puesto que no hablarían, pero sí imitarle en todo gesto sin hacer nada que no hiciera el maestro. El monje de más edad salía siempre con el novicio menos prometedor, el más díscolo y distraído. Cada día atravesaba en compañía de aquella alma blanda y nueva, el frío del viento en la llanura. Y en su viaje cotidiano le daba ejemplo con mortificación, hambre y sed, de lo que pedía Dios de ellos. El viejo franciscano sabía que acertaba en su enseñanza cada día, cuando por la noche, desde la ventana de su celda, podía ver una estrella más, mensaje que Dios le brindaba cada día para expresarle que satisfecho estaba de sus sacrificios. Una tarde, cuando el sol estaba en lo más alto y salían de una ciudad, en la última vereda, antes del agrietado páramo, se fueron acercando a la sombra de una higuera en el camino. El joven monje aflojó su paso bajo aquel frescor y entonces el anciano apretó el suyo para empujarlo a la amenaza seca y amarilla del horizonte. Y antes de terminar de pasar sobre esa sombra embaucadora, el murmullo del agua de un pequeño manantial detuvo al joven. Pasos atrás se detiene el viejo y lo contempla ante el agua transparente de la fría piedra, polvoriento, agotado, joven y confuso.
Sintió el anciano una oleada de tensión en los músculos y vísceras de su cuerpo. Sintió la sed de su novicio, el polvo seco en los pies de su discípulo, sintió su desorientación, el sudor abrasador de sus sienes. Y esa tensión de sus tripas se reunió alrededor de su pecho.
El peso se su respiración era más duro que el pan que solía comer y la piedra sobre la que solía descansar . Las llagas de sus pies eran más soportables que la respiración espesa de la compasión. La garganta le dolió de repente sobre todos sus huesos. Entonces comenzó a caminar despacio hacia el manantial, y sobre sus palmas abiertas bebió el agua fresca con normalidad aunque sus rodillas temblasen bajo el peso de la libertad y el enojo divino.
El joven imitó a su maestro tal como le fue dicho y sació su sed y alivió su calor. Y luego, atravesaron el páramo bajo la tarde implacable. De noche, el anciano en su celda no se atrevía a contemplar el trozo de firmamento donde Dios depositaba cada noche su premio, ya que temía no encontrar alguna estrella nueva. Pero consideró que Él querría que afrontara su desaprobación. Levantó pues, humildemente su mirada y comprobó que efectivamente no había nacido una estrella, sino dos