Luis, Marisa y Susana han llegado desde Italia en su rulot a la casa de mi madre. Hoy han venido todos a la ciudad desde el Aljarafe a picar conmigo por la noche porque mañana trabajo temprano. Hasta mi madre y mi hija han venido a cenar a "La gamba blanca" en mi propia calle. Los niños se han metido en el coche de mi hermana a dormir porque anoche se quedaron en la rulot y por supuesto, no durmieron. Italia está muy cara me cuentan. París también, me dicen cuando hablamos del viaje que haré a Eurodisney con mi hija en septiembre. Mientras, comemos gambas del Atlántico, jamón de Huelva, croquetas caseras, boquerones frescos de Málaga, salmorejo y cervezas muy frías en cristal muy fino. Nos sale todo por un precio asombrosamente razonable y acordamos que ya es hora de apreciar en qué país vivimos. Entonces hablamos de viajes. Susana, Luis y Marisa son madrileños. Marisa adora Galicia y Andalucía, Susana prefiere el País Vasco. Luis no dice nada. Les hablo de San Sebastián a Luis y Marisa que no lo conocen. "San Sebastián se mete por los ojos" les digo y ellos esperan un traducción porque "se mete por los ojos" debe ser una expresión que se circunscribe a la manera de hablar andaluza. Pero cuando les hablo de detalles de esa ciudad percibo que comprenden la expresión.
Hablamos de México. Susana dice que México huele y empezamos a hablar de olores de ciudades pero "La gamba blanca" tenía que cerrar
He vuelto a casa con el deseo de rememorar el olor de algunas ciudades y de todas las que conozco son dos las que insisten en mi memoria: Nueva York y Sevilla. Hay otras ciudades que huelen. Londres huele mucho, y Barcelona tiene un olor que me encanta. Pero en mi mente tengo esos dos olores de ciudad que como ningunos otros persisten. Nueva York huele dulce, al menos Manhattan. Es tremendamente dulce sin acidez alguna, como una vainilla envejecida matizada de gasolina y ambientador de hotel. Sevilla es cítrica al principio pero si respiras hondo te invaden detalles de flores pequeñas y piedra húmeda.